LOS LÍMITES DE LA INTERPRETACIÓN, LA INTERPRETACIÓN DE LOS LÍMITES

 

THE LIMITS OF INTERPRETATION, THE INTERPRETATION OF LIMITS

 

LES LIMITES DE L'INTERPRÉTATION, L'INTERPRÉTATION DES LIMITES

 

Nicolás Garayalde

UNC (Argentina) — CONICET

negarayalde@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-0692-4330

 

Fecha de recepción: 03/01/2023

Fecha de aceptación: 13/06/2023

DOI: https://doi.org/10.30827/tn.v7i2.27030 

 

Resumen: Este ensayo se propone abordar el difícil y extenso problema de los límites de la interpretación. Para ello, me concentraré específicamente en la estética fenomenológica de Roman Ingarden y su búsqueda de establecer la naturaleza objetiva de la obra de arte (mediante una descripción de su estructura esquemática) como modo de regulación de las concretizaciones lectoras. Procuraré analizar las estrategias y argumentos del filósofo polaco, sobre todo respecto al concepto de lugares de indeterminación, con el propósito de demostrar que la imposibilidad del establecimiento de los límites de la obra conduce a la imposibilidad de una limitación ontológica de los límites de la interpretación. A su vez, procuraré sostener que tal situación epistemológica sitúa la discusión sobre el valor de una interpretación no en términos de fidelidad a una supuesta objetividad artística sino en términos del valor estético de la concretización, entendido como un encuentro con lo inusitado y una experiencia de desautomatización.

 

Palabras clave: Límites de la interpretación; Roman Ingarden; lugares de indeterminación; obra de arte; estética; ontología; epistemología.

 

Abstract: This essay sets out to address the difficult and extensive problem of the limits of interpretation. To this end, I will focus specifically on Roman Ingarden's phenomenological aesthetics and his quest to establish the objective nature of the work of art (through a description of its schematic structure) as a mode of regulating the reader’s concretizations. I will attempt to analyse the Polish philosopher's strategies and arguments, especially with regard to the concept of places of indeterminacy, in order to demonstrate that the impossibility of the establishment of the limits of the work leads to the impossibility of an ontological limitation of the limits of interpretation. In turn, I will try to argue that such an epistemological situation situates the discussion on the value of an interpretation not in terms of fidelity to a supposed artistic objectivity but in terms of the aesthetic value of the concretization, understood as an encounter with the unexpected and an experience of de-automatisation.

 

Keywords: Limits of interpretation; Roman Ingarden; Places of indeterminacy; Work of art; Aesthetics; Ontology; Epistemology.

 

Résumé: Cet essai vise à aborder le difficile et vaste problème des limites de l'interprétation. Pour ce faire, je me concentrerai spécifiquement sur l'esthétique phénoménologique de Roman Ingarden et sa recherche pour établir la nature objective de l'œuvre d'art (à travers la description de sa structure schématique) comme moyen de réguler les concrétisations du lecteur. Je tenterai d’analyser les stratégies et les arguments du philosophe polonais, en particulier en ce qui concerne le concept de lieux d'indétermination, afin de démontrer que l'impossibilité d'établir les limites de l'œuvre conduit à l'impossibilité d'une limitation ontologique des limites de l'interprétation. En outre, je vais soutenir que cette situation épistémologique situe la discussion sur la valeur d'une interprétation non pas en termes de fidélité à une prétendue objectivité artistique, mais en termes de valeur esthétique de la concrétisation, comprise comme une rencontre avec l'inhabituel et une expérience de désautomatisation.

 

Mots clés : Limites de l'interprétation; Roman Ingarden; Lieux d'indétermination; Œuvre d'art; Esthétique; Epistémologie; Ontologie. 

 

 

 

 

Ninguna porción de conocimiento nos dice nada sobre la naturaleza de los textos o la naturaleza de la lectura. Porque ninguno de los dos tiene una naturaleza.

 

 Richard Rorty

 

 

1. Los límites de la interpretación

 

En una célebre conferencia pronunciada en la Universidad de Belgrano, el 16 de junio de 1978, Borges desliza la seductora idea de que los géneros literarios dependen menos de los textos que del modo en que son leídos. Luego, no contento con la provocación teórica, redobla la apuesta con un juego mental: supongamos, nos sugiere, que existe una persona muy alejada de nosotros a quien se le dice que el Quijote es una novela policial. Entonces, pregunta Borges, “¿qué lee?”:

 

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, una suspicacia especial.

Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha…, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego: …de cuyo nombre no quiero acordarme… ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el culpable (Borges oral 73).

 

No era la primera vez que Borges se mostraba jocoso con el Quijote, y el lector recordará con seguridad el infinitamente citado Pierre Menard, pues allí también, como aquí, somete el texto cervantino a una suerte de anacronismo deliberado: “El Quijote es un libro contingente” (Borges, Ficciones 51). Es curioso que apenas un par de años después de este relato, que involucra una vanguardista teoría literaria —precursora de la contemporánea y resistida teoría de los textos posibles—, Borges se empeñe tan inflexible y conservadoramente contra la audaz e inexacta cronología en la que Roger Caillois ubica la novela policial: “el género policial —sentencia contra la impremeditada monografía del crítico francés— tiene un siglo” (Borges, “Observación” 308).

 Pareciera que él mismo, pues esta frase fue pronunciada a mediados de los 70, casi contemporáneamente a su conferencia sobre el cuento policial, había decidido también relativizar la exactitud lineal de la cronología; y posiblemente mucho antes, pues ya a comienzos de los años 50, en otro conocidísimo ensayo, no dudaba en señalar que cada escritor crea sus precursores y que “su labor modifica nuestra concepción del pasado” (Borges, “Kafka” 166).

 ¿No aprobaría entonces, como quizás quería Caillois, como sin duda pretendía Rodolfo Walsh, que el género policial estaba ya en Edipo Rey o en Las mil y una noches? Pues la argumentación desplegada en la conferencia del 16 de junio de 1978 abría la posibilidad de pensar que es el lector de policiales, y no el género, lo que tiene un siglo; y que su creación —atribuida a Poe— modifica nuestra concepción del pasado. En otras palabras: leída como novela policial, el Quijote es una novela policial. La travesura parecía entusiasmar a Borges, que veía en la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas un enriquecimiento del “arte detenido y rudimentario de la lectura” poblando de “aventura los libros más calmosos” (Ficciones 55).

Umberto Eco, en cambio, apenas un año después de la conferencia de Borges, se mostraba menos entusiasmado: “tomemos El proceso, de Kafka, y leámoslo como si fuese una historia policíaca. Legalmente podemos hacerlo, pero textualmente el resultado es bastante lamentable. Más valdría usar las páginas del libro para liarnos unos cigarrillos de marihuana: el gusto sería mayor” (Eco, Lector in Fabula 82).

No es un gran chiste, pero establece en pocas palabras el eje del problema: los límites de la interpretación están en su resultado (¿estético?, ¿semiótico?, ¿político?… habría que valorar cuál, pero sin duda no legal), no en una previa ley que los regula. E incluso más: en el sistema de jerarquías de Eco, la ilegalidad es menos grave que la ilegitimidad del resultado, al punto de que en el chiste prefiere inclinarse por un acto sancionado por la ley, antes que arruinar la novela de Kafka con una lectura en clave policial.

El problema es, si se mira bien, uno de relación. El Quijote puede leerse como una novela policial porque Poe ha creado un lector educado en el género que extiende sus fronteras a otros textos, así como para Borges entre la paradoja de Zenón, la Anthologie raisonnée de Han Yu y los escritos de Kierkegaard hay una articulación posible porque se lee en ellos a los precursores de Kafka. Como es propio en la construcción del sentido, la lectura es un acto de asociación retroactiva, y en su modo de ser se definen los límites de la interpretación. Por eso, tras una caricaturesca representación del hermetismo, Eco sitúa en la relación la base de su argumentación:

 

Desde cierto punto de vista, cualquier cosa tiene relaciones de analogía, contigüidad y semejanza con todo lo demás. Podríamos llevar este hecho hasta el límite y afirmar que existe una relación entre el adverbio “mientras” y el nombre “cocodrilo” porque —como mínimo— ambos aparecen en la frase que acabo de decir. Pero la diferencia entre la interpretación sana y la interpretación paranoica radica en reconocer que esta relación es mínima y no, al revés, deducir de este mínimo lo máximo posible (“Interpretación” 59).

 

No hace falta mucha imaginación para sospechar que, frente a un hipotético lector policial del Quijote, Eco no dudaría en sacar el manual de psiquiatría: “El paranoico no es la persona que observa que ‘mientras’ y ‘cocodrilo’ aparecen curiosamente en el mismo contexto, el paranoico es la persona que empieza a preguntarse por los misteriosos motivos que me han inducido a juntar precisamente esas dos palabras” (59).

 Lo curioso es que el propio Borges, en la polémica con Caillois, planteaba la cuestión en términos muy semejantes:

 

Los deterministas razonan que cualquier momento de la historia del universo es el resultado fatal de todos los momentos anteriores, que son virtualmente infinitos. Planteado así el problema, nadie puede negar una relación entre los mouchards napoleónicos de 1803 y el fosforescente mastín de la familia Baskerville. Planteado de cualquier otro modo, esa relación es irrelevant (Borges, “Observación” 308).

 

No sé si el Borges de 1942 hubiera considerado irrelevant la sospecha del lector frente al desmemoriado narrador del Quijote; tampoco si la asociación entre Kierkegaard y Han Yu hubiera sido condenada al mismo calificativo. Menos me interesa aquí identificar si se trató en Borges —como ocurrió con Eco, pero de manera inversa— de una transformación en su manera de enfocar el asunto, que tras la seriedad y ortodoxia inicial, relativizaba en la vejez los límites en el juego de la lectura. En todo caso, lo que me parece interesante es que, en estas ideas, se sitúan las coordenadas para pensar un problema que a lo largo de la historia de los estudios literarios —en cualquiera de sus avatares: la poética, la estética, la hermenéutica, la teoría literaria— ha emergido esporádicamente, a veces con mayor o menor insistencia, según la concepción dominante sobre el hecho literario: ¿cuáles son los límites de la interpretación?

 Es un problema de muchas aristas. Quisiera yo ahora enfocarlo por lo que considero el punto de base, aquel desde el cual comienzan a bifurcarse las posiciones, es decir el relativo al objeto, pues si lográsemos acordar acerca de la naturaleza de lo que leemos podríamos tener un fundamento desde el cual establecer criterios de delimitación acerca de cómo lo leemos: ¿es posible consensuar sobre un objeto trascendente a nuestra percepción que seríamos capaces de describir?

Se trata, entonces, de un problema ontológico.

 

 

2. Un problema ontológico

 

Cuando Borges imagina un distante y paranoico lector que sospecha de la voluntad amnésica en el narrador cervantino, formula una pregunta compleja, la que inicia las dificultades que desde el formalismo en adelante aquejan las pretensiones de una ciencia de la literatura: “¿qué lee?”.             

 El problema de la interpretación de los límites se inicia precisamente en el momento en que el estatuto ontológico del objeto literario resulta impreciso, desde el instante en que la queídad de la obra es problemática, pues en cuanto la dificultad epistemológica del acceso al objeto aparece en el campo de la relación cognoscitiva, se torna problemático delinear criterios que regulen una interpretación correcta, adecuada o relevante. Por ello, no es causal que quienes se propusieron abordar con rigurosidad esta problemática hayan sido a la vez los mayores precursores de las teorías de la recepción: cuando se acepta que quien percibe está involucrado en la configuración del objeto, se vuelve imperioso definir la naturaleza ontológica de este último, si se quieren evitar las peligrosas aguas del relativismo.

 Estoy pensando en autores como Jan Mukařovský y Roman Ingarden, donde convive un rechazo simultáneo a la tradicional identificación de la obra con la intención del autor y con la experiencia subjetiva del lector, sin dejar de reconocer que la literatura supone la articulación entre un artefacto artístico producido por el primero y una actualización estética generada por el segundo. En efecto, un teórico y otro establecen una distinción entre un polo artístico y un polo estético cuya danza armoniosamente coreografiada autorregula los modos posibles de interpretación; uno y otro, procurando asumir la objetividad trascedente de la obra artística, consideran a la vez los determinantes de sus concretizaciones posibles que la someten al peligro de las distorsiones, de los equívocos, de las malinterpretaciones.

Tanto Mukařovský como Ingarden reconocen el papel tocante al lector en la constitución de la obra de arte. Por eso, uno y otro, en algún punto del desarrollo de sus pensamientos, y abierta la puerta de la variabilidad interpretativa, abordan el problema de sus límites y de la objetividad del conocimiento literario. Mukařovský se pregunta “¿es posible demostrar la validez objetiva de un valor estético?” (103); es necesario —dice por su parte Ingarden— tratar “la cuestión de la variabilidad aceptable y la diversidad de las experiencias estéticas que surgen del contacto de distintos lectores con la misma obra de arte literaria” (La obra de arte literaria 434).

 El dilema es espinoso y en el estilo de ambos se percibe la oscilación constante, el avance y el retroceso, la dubitación… y, en cierto punto también, la trastienda de la contradicción. Abierta la puerta a la variación, a la pluralidad, a la movilidad, ambos necesitan un punto de referencia fijo que atenúe la violencia de lo dinámico, frente a lo cual se ven seducidos, fascinados: “La variabilidad —llega a decir Mukařovský— pertenece a la esencia misma del valor estético, el cual no es un estado, ergon, sino un proceso, energeia” (75). Definida la esencia del valor estético como su variabilidad debida al atravesamiento histórico de la obra… ¿cómo situar una objetividad y un punto de referencia?

Mukařovský fantasea con la idea de “principios constitutivos” de carácter antropológico, buscando evitar a la vez, a cada paso, una concepción estética metafísica, que presuponga normas fijas e ideales cuya observancia garantizarían la belleza y el placer estético. Su astucia parece estar influenciada por los mismos gestos de carácter antinómico que se pueden observar en dos claros referentes de su pensamiento: Ferdinand de Saussure y Viktor Shklovski. El primero, pues la arbitrariedad del signo fundamenta el paradójico carácter de inmutabilidad (sincrónica) y mutabilidad (diacrónica) de la lengua, que en la estética del teórico checo suponen la relación dialéctica entre una norma no absoluta (arbitraria, en última instancia social) y sus transgresiones; el segundo, pues lo estético (como la literaturidad) se define no tanto por lo que en el objeto hay de inherente como en la relación tripartita que establece con la norma y la percepción: la literaturidad en Shklovski aparece por la conmoción que la percepción relacional establece entre un procedimiento no familiar (una nueva norma) y otro habitual (la vieja norma), al punto de que, como dice, lo que fue creado como prosaico puede ser percibido como poético, y viceversa; de la misma manera, Mukařovský afirma que “no existen objetos o sucesos que en virtud de su esencia o de su configuración sean portadores de la función estética independientemente de la época, del lugar y del sujeto que valora” (6).

La cuestión se vuelve complicada, y estamos cerca del terreno de la relatividad interpretativa, pues el objeto mismo no ofrece claros límites respecto a su percepción estética. Mukařovský, por tanto, no deja las cosas de este modo, y se apresura a recurrir a determinantes que, sin ubicarse del todo en la inmanencia de la obra, no se supediten a los caprichos del receptor y determinen de algún modo la experiencia estética: los principios constitutivos antropológicos. ¿Cuáles serían estos principios? Se trata de constantes que ligan la norma a una base psicofísica: para “las artes del tiempo”, el ritmo (la regularidad de la circulación y la respiración); para “las artes del espacio”, la simetría, el ángulo recto; para la pintura, la complementariedad de color y de intensidad. Sin embargo, estos principios no determinan el efecto estético, no aparecen como ocurrencias metafísicas que sustentan la base natural de lo reconocible e interpretable como arte. Antes bien, suponen simplemente un punto de referencia: “Los principios constitutivos no existen para poner límites a la variabilidad evolutiva de las normas, sino para ofrecer una base firme sobre la cual esta variabilidad pueda ser percibida como alteración de un orden” (38). El argumento es equivalente al que se reproduce en Shklovski respecto al extrañamiento como causa de la literaturidad: no es la transgresión de los principios constitutivos lo que define el efecto estético, sino de las normas precedentes (cuya consonancia o disonancia con aquellos principios varía históricamente), de modo que el punto de referencia sigue siendo relativo, y el terreno permanece pantanoso.

Mukařovský no quiere abandonar la posibilidad de aprehender alguna propiedad exenta de subjetividad que limite y regule la experiencia estética, e intenta nuevamente encontrar un fundamento objetivo. Distinguiendo, como lo había hecho Ingarden apenas seis años antes, la obra-cosa (producida por el autor, independiente y constante) del objeto estético (concretado por el receptor), la única vía posible, como es de esperar, se abre a través de las “propiedades materiales del artefacto material” (104). El valor estético objetivo reside allí en potencia, y debe ser actualizado; pero su actualización se ve por tanto determinada por una materialidad científica abordable y objetivamente identificable. La estética de Mukařovský puede darse en consecuencia un problema libre de escepticismo y relativismo epistemológico: “¿De qué manera participa el artefacto material en la génesis del objeto estético?” (104).

Se podría creer que la respuesta vendría de la mano de los principios constitutivos, pero Mukařovský recurre más bien a los valores extraestéticos de los que es portador el artefacto material: “el artefacto artístico tendrá un valor independiente tanto mayor cuanto más rico sea el haz de valores extraestéticos captados por él y cuando mayor sea su poder para dinamizar las relaciones recíprocas de dichos valores; y todo esto sin sujeción a las variaciones históricas de los valores” (104). Dejemos a un lado la primera parte de esta afirmación, y concedamos —a pesar de los reparos que podríamos oponer— que la objetividad del valor estético puede apreciarse según un criterio cuantitativo de los valores extraestéticos que porta… y aun así, ¿qué sería, desde el punto de vista de la configuración artística (es decir, del tratamiento del autor sobre la materialidad constante e invariable), el poder para dinamizar las relaciones recíprocas de aquellos valores?

Mukařovský da algunas indicaciones: el valor estético objetivo residiría en la resistencia de la obra a la interpretación literal de un sistema axiológico aceptado por la época. La obra debe presentar una configuración en la que una suficiente cantidad de valores extra-estéticos se anude con tal complejidad que suponga un reto a los procedimientos perceptivos del receptor, pero con la suficiente mesura para que las contradicciones no decanten en la incomprensión o el aburrimiento. Un camino lo suficientemente difícil como para conmocionar el hábito y lo suficientemente equilibrado como para producir una Gestalt, una configuración unitaria y armónica: “En suma —dice Mukařovský — el valor estético objetivo del artefacto artístico depende en todos los aspectos de la tensión cuya resolución es tarea del receptor” (106). ¿Pero cuál es la naturaleza objetiva de esa tensión? ¿Cómo identificar el equilibrio de contradicciones que sujeta el potencial unitario de un conglomerado de valores extra-estéticos y que funcionaría como limitante regulador de aquella tarea del receptor? Poco dice Mukařovský al respecto, algo que incluso confiesa: “de los principios a los que hemos llegado no es posible sacar ningún tipo de reglas detalladas” (107). Asumiendo “la infinita variedad” del objeto estético, resultado del encuentro con la estructura artística y la evolución social, el teórico checo reconoce el problema de la objetividad al mismo tiempo como necesario y como inabordable: “toda teoría del valor estético debe ocuparse del problema del valor estético objetivo, aun cuando reconozca la variedad irreductible de la valoración concreta de las obras de arte” (107). Pero… ¿cuál es el límite de esa variedad irreductible? ¿Sobre qué base objetiva sería dable establecerlo para, así, resolver el dilema epistemológico de su fundamento interpretativo?

Si Mukařovský no parece avanzar demasiado aquí, encontramos en Ingarden un intento denodado por dar con la estructura objetiva que determine los límites de variación de concreciones posibles. En la senda fenomenológica, Ingarden se propuso definir la esencia del objeto literario en dos obras consecutivas que fueron publicadas con tres décadas de distancia: La obra de arte literaria (1931) y La comprehensión de la obra literaria (1968). Se podría decir que esta composición doble se corresponde con una ontología, para la primera parte, y una epistemología, para la segunda, cuyas problemáticas se ven íntimamente articuladas, pues el establecimiento del ser de la obra determina las posibilidades de su conocimiento y, en última instancia, la regulación de sus límites.

¿Cómo existe la obra literaria? En la respuesta a esta pregunta, es decir, en el establecimiento eidético de su queídad, de su naturaleza y esencia, de su anatomía, identidad y organicidad, parece depositar Ingarden la esperanza de la limitación de la interpretación y la valoración objetiva de sus concretizaciones.

Las casi quinientas páginas de La obra de arte literaria se dedican precisamente a definir esta anatomía estructural y objetiva de la obra, entendida como una formación longitudinal (temporal) esquemática construida por cuatro estratos heterogéneos: sonidos verbales, unidades significativas, aspectos esquematizados y objetividades representadas. De esta minuciosa y esmerada descripción fenomenológica, surge un concepto —célebre en Ingarden, por las repercusiones sobre la estética de la recepción alemana— que me interesa particularmente, pues se aglutina allí el intento de explicar la vida de la obra y la batalla por identificar los determinantes ónticos que limitan sus variaciones: los puntos o lugares de indeterminación.

Lo que me interesa particularmente en este concepto es que subvierte la misma unidad orgánica que Ingarden procura promover, funcionando como un bloque que deconstruye el armazón conceptual y expone a viva luz las dificultades que enfrenta toda empresa que se proponga establecer límites ontológicos a la interpretación. Si los puntos de indeterminación son los lugares que habilitan las variaciones individuales e históricas que se producen, es decir, la posibilidad de que la misma obra de arte dé lugar a múltiples concretizaciones legítimas, entonces es ahí donde debemos poner la mirada atenta para situar los límites que regulen el margen de lo posible. No sería osado decir que toda la batalla de Ingarden para afirmar a la vez la participación del lector en la composición de la experiencia estética y los límites determinados por la estructura esquemática de la obra se libra en el concepto de puntos de indeterminación.

 

 

3. Los puntos de indeterminación

 

Una de las primeras singularidades del universo presentado por la obra es que, a diferencia de los objetos reales, contiene objetividades que no se encuentran determinadas inequívoca y universalmente: esto es, en todos sus aspectos.

Un objeto real no puede tener puntos que no estén totalmente determinados, con independencia de que nuestra percepción de él sea siempre indefectiblemente parcial. Al ver la fachada de una casa, no puedo ver su interior, pero esto no significa que no esté ya determinado y que su existencia (sus muebles, sus colores, su diseño, etc.) trascienda mi mero acto de percibir. Incluso mi acto de imaginar el interior de la casa no afecta en nada las características de su interior, pues bastaría entrar para verificar el modo en que se haya determinado. En cambio, no es este un privilegio de los objetos representados en la obra literaria: “Si un cuento —dice Ingarden—se inicia con la oración: ‘Un viejo estaba sentado a la mesa’, es claro que la mesa representada es, de veras, ‘mesa’ y no, desde luego, una silla; pero que sea de madera o de hierro, que tenga tres patas o cuatro, etc., no se ha dicho y consecuentemente no se ha determinado” (La obra de arte literaria 294). Estamos en el parágrafo 38 de La obra de arte literaria y podríamos decir que, entusiasmados con la sólida descripción de la estructura limitante que nos ofreció la descripción fenomenológica, confiados con que la base óntica del texto salvaría todo riesgo epistemológico del desbande interpretativo, todo el esfuerzo, sin embargo, se desmorona. Pues introducida la indeterminación de lo ambiguo en lo no dicho… ¿cómo establecer, bajo qué criterios, los límites de sus concretizaciones?

Me atrevo a decir que este problema no sólo atraviesa —central u orbitalmente— los treinta parágrafos restantes, sino también todo el otro monumental escrito que Ingarden publicará tres décadas después bajo el título La comprehensión de la obra de arte literaria. No es para menos, porque la dificultad implica la razón de ser de la crítica literaria como ciencia:

 

La identidad de la obra presentada en sus varias concretizaciones puede mantenerse solamente si las objetividades representadas en ella permiten en su “así-parece” una variedad de estilos de aparición, y si, al mismo tiempo, el cambio de estilo de la aparición no afecta la manifestación de las cualidades metafísicas de la obra misma. Si no se cumplen esas dos condiciones, tratamos con una obra nueva. Si aquella concretización (inapropiada) se considera como una concretización de la obra original, se presenta el fenómeno característico de las ofuscaciones (de la obra por una de sus variantes). Una obra literaria puede expresarse por siglos en tal concretización enmascarada y falseada, hasta que por fin se encuentre alguien que la entienda correctamente, que la vea adecuadamente, y de alguna manera muestre su verdadera forma a otros. He aquí el papel verdadero de la crítica literaria (La obra de arte literaria 397).

 

Encontramos acá, además, una de las primeras estrategias argumentativas que Ingarden transita para afirmar la posibilidad de mostración de una verdadera forma (es decir, ontológicamente adecuada) y, por tanto, los límites de su interpretación: las cualidades metafísicas. La idea se asemeja a la que Mukařovský desplegaba respecto a los valores: la adecuada concretización de la obra, el pertinente rellenado de sus lugares de indeterminación, se condice con la actualización de las cualidades metafísicas que la obra literaria como estructura multiestratificada porta en sí. ¿Pero bajo qué criterio o fundamento podemos afirmar la objetividad de tales cualidades? ¿En qué medida tal cualidad metafísica (lo sublime, lo trágico, lo triste, lo luminoso) pertenece a la objetividad esquemática de la obra de arte antes que a la concretización particular de una recepción determinada (individual o epocal)? El problema es epistemológico, antes que ontológico, en la medida en que siempre es posible acudir al escepticismo y negar la posibilidad de acceso al objeto como tal, sin la mediación misma del acto de percibir; razón por la cual Ingarden no deja de volver, una y otra vez, a la distinción entre la obra de arte y sus concretizaciones, y al problema de si es posible conocer la primera más allá de las segundas. La cuestión radica en saber en qué medida es posible que la obra no se reduzca a sus concretizaciones y, en consecuencia, hasta qué punto podemos ofrecer una garantía de la identidad de la obra con respecto a ellas. No se trata de un asunto menor, pues el estatuto mismo de la crítica literaria como ciencia —al menos tal como la concibe Ingarden— se pone en juego ante la amenaza del escepticismo: “si la comunicación estricta es imposible, ¿cuál sería el valor de una ciencia que es válida solamente para un solo sujeto cognoscitivo?” (La obra de arte literaria 418).

¿Cómo sortear este problema? Hacia el final de La obra de arte literaria, Ingarden acude a los “conceptos ideales”, que sujetarían las oraciones a un contenido idéntico que haría posible la comunicación lingüística: “Creemos que de esta manera —dice con optimismo— hemos superado el peligro de subjetivizar la obra de arte literaria o de reducirla a un conjunto de concretizaciones” (425). La evocación a los conceptos ideales permite una apoyatura referencial que conjuraría el solipsismo, pero no impide extender al infinito la variabilidad de concretizaciones, porque los puntos de indeterminación funcionan como vías de fuga de la asumida unidad orgánica del texto. Para decirlo en pocas palabras: impiden que cualquier cosa pueda ser dicha en las concretizaciones, pero son incapaces de limitar el margen de lo decible: la mesa representada será entonces una mesa, y no una silla; pero ¿cómo limitar su forma de ser una mesa (sus atributos, sus cualidades)? Para peor, ni siquiera allí se detiene el problema, porque la dimensión tropológica del lenguaje sacude todo tipo de contención gramatical. ¿No será la mesa, después de todo, la representación de algo más, de otra cosa en lugar de lo cual estaría allí no como mesa sino como metáfora?

Los esfuerzos de Ingarden son denodados, pero sus avances son parciales en La obra de arte literaria. Inteligente como es, percibe la magnitud del asunto, por eso vuelve a él una y otra vez, y la multiplicación de sus estrategias no deja de poner en evidencia que nunca es suficiente, como tampoco deja de hacerlo la presencia de contradicciones, de hilos argumentativos abandonados a medio caminar, de incluso algunos momentos de resignado (aunque parcial) reconocimiento de que la dificultad no logra ser superada:

 

Aquí de nuevo surge el problema, importante y difícil, de cómo determinar estos límites de cambio. No podemos resolver este problema aquí, en primer lugar porque la esencia de la identidad del objeto todavía no está clara; en segundo porque —como hemos indicado— estos límites se pueden determinar sólo sobre la base de aprehender la esencia individual de una obra específica. […] Lo importante para nuestro propósito es el hecho básico de que una obra literaria puede sufrir cambios sin perder su identidad (413).

 

Tres décadas después, en La comprehensión de la obra literaria, Ingarden reincide, buscando abordar la cuestión del lado de la estructura de la comprensión, antes que del de la descripción ontológica de la obra. O más bien, en el lugar en el que la estructura esquemática de la obra (necesariamente incompleta y parcialmente indeterminada) se encuentra con el acto interpretativo (es decir, la actualización de lo indeterminado); esto es, los puntos de indeterminación.

Al leer este segundo trabajo de Ingarden, es difícil por momentos saber si el problema que más le interesa es epistemológico o estético. Es decir, si valora las concretizaciones por una adecuación a la cosa en sí de la obra literaria o por su cualidad estética. Veamos dos afirmaciones de Ingarden para advertir esta distinción.

Por un lado, “el lector tiene que concretizar estos objetos, por lo menos hasta cierto grado, y dentro de los límites puestos por la obra misma” (Ingarden, La comprehensión 71). En este sentido, es la obra misma la que pone los límites de lo aceptable a la concreción, de modo que se asume que “entre el modo de comprehensión y el objeto de comprehensión existe una correlación” (21). La razón de ser de la crítica literaria es velar la adecuación de esta correlación en las variaciones que produce la lectura, a partir del establecimiento del “esqueleto” ontológico que funciona como base de referencia.

Por otro, dentro de esos límites, pueden existir concretizaciones igualmente válidas pero desigualmente estéticas: “desde el punto de vista del valor estético de la obra concretizada no todas las concretizaciones son igualmente deseables. […] Una manera de llenarlos puede aplanar la obra y hacerla banal, mientras que otra manera le da mayor profundidad” (75).

Entonces, ¿está limitada la interpretación por motivos ontológicos o estéticos? Ingarden establece prontamente las prioridades, al punto de sacrificar el valor estético sobre el valor cognoscitivo de las concretizaciones: “Y si, por puro azar, la concretización de la obra ganara en las cualidades estéticas pertinentes y, por ende, aumentara su valor estético, la obra aún no sería correctamente vista y sería grotescamente falsificada” (80). La afirmación es curiosa, porque la razón de ser del crítico sería por tanto velar por la integridad de la obra en su polo artístico incluso aún ahí donde esto suponga sancionar la ganancia estética obtenida en una concretización “desviada”. Ingarden le pide al crítico todo lo contrario de lo que, bajo el concepto de “desacato creativo” (creative misprision) o “deslectura” (misreading), Harold Bloom solía pedirle. Ingarden prefiere la adecuación cognoscitiva por sobre la experiencia estética. Aún más, es el adecuado conocimiento de la estructura esquemática (y sus puntos de indeterminación) de la obra lo que conducirá —mediante una determinación limitante de su margen de acción— a un correcto rellenado y concretización estética.

El problema de los puntos de indeterminación parece establecerse entonces en dos fases: en primer lugar, y sobre todo, en el de la posibilidad de identificarlos objetivamente en la estructura esquemática de la obra (la “reconstrucción”); en segundo lugar, en la posibilidad de establecer, una vez identificados, cuáles y cómo deberían rellenarse a partir de un criterio de regulación basada en el esqueleto de la obra (la evaluación de la “concretización”). Sobre estos dos pilares descansa toda esperanza de controlar las indeterminaciones con algún fundamento ontológico.

 

 

4. La reconstrucción

 

La primera tarea implica hacer aquello que Ingarden llama la “reconstrucción”, entendida como “un caso “limitante” de la “concretización” de la obra” (La comprehensión 395), y remite al primer paso de un tipo de investigación que Ingarden denomina “pre-estética”; es decir, enfocada en “aquellas propiedades de la obra de arte literaria que son independientes de la experiencia estética” y que permite “proveer conocimiento objetivo de la obra en particular, la cual permanece idéntica en su estructura esquemática en todas las concretizaciones” (281). Remitirse a los estratos de la anatomía de la obra, como hizo en su trabajo anterior, no permitiría avanzar en las dificultades que aparecen durante la concreción, ligadas sobre todo a su rango legítimo de acción. Por eso, mostrando el coraje de tomar el asunto de frente, encara su investigación pre-estética como un trabajo analítico de los lugares determinados positivamente y los puntos de indeterminación “en un sentido puramente objetivo” (291). ¿Habría, por tanto, lugares de indeterminación objetivos, es decir, determinados por la obra y trascendentes respecto a su percepción?

En principio, asumo que habría consenso en decir que en el ejemplo de la mesa ofrecido por Ingarden, el color y el material permanecen objetivamente indeterminados, es decir, irresolublemente ambiguos. Podría ser de madera o de metal y, suponemos, nada del texto permite disolver inapelablemente la ambigüedad. Ingarden cree posible, así, identificar en una investigación pre-estética analítica cuáles son, no todos los puntos de indeterminación (porque resultaría imposible), pero sí al menos los más significativos; y, con ello, pautar una primera dirección en la que el polo artístico de la obra literaria (su estructura esquemática objetiva) determina el modo de ser de sus concreciones. Aceptemos la propuesta de Ingarden, veamos a dónde nos lleva y si, efectivamente, permitiría regular las interpretaciones.

¿Cómo procedería esta investigación pre-estética? Primero, nos dice, “es necesario orientarnos propiamente con base en la lectura respecto a qué —cuáles cosas, gente, eventos, situaciones en las que los eventos se llevan a cabo, etc.— se representa en la obra en cuestión” (La comprehensión 298). Cosas, gente, eventos, situaciones: curiosa lista que, podríamos conceder, agota el mundo descriptible de la obra. Predispuestos los elementos, la fase analítica sería continuada mediante otra sintética, que procuraría articularlos de acuerdo a sus relaciones y funciones. Por el carácter lineal de la obra literaria, tal trabajo exigiría una disposición en su extensión cuasi-temporal. Hecha la labor, Ingarden se ilusiona:

 

Se vuelve claro hasta qué punto se llena el tiempo por los acontecimientos delineados y se vuelve pasado con ellos. […] Finalmente, también se vuelve claro cuáles huecos están presentes en los eventos y, por consecuencia, también en el tiempo mismo. […] Podemos correlacionar con cada objetividad representada el grupo de enunciados correspondientes que la determinan. Es entonces cuando observamos lo que, de hecho, se ha determinado con respecto al objeto en cuestión (concerniendo tanto sus atributos como su participación en los eventos representados en la obra) y qué, por el contrario, ha sido pasado en silencio y, en particular, constituye un punto de indeterminación (301).

 

El optimismo de Ingarden parece desmedido, y la falta de exposición analítica sobre un caso concreto nos obliga simplemente a creerle que la posibilidad de determinar objetivamente los puntos de indeterminación es del todo viable. ¿Permite la descripción y luego la articulación sintética funcional de las cosas, gente, eventos y situaciones establecer los puntos de indeterminación objetivos y significativos de una obra?

  Quizás debamos empezar por una pregunta fundamental: ¿cómo se identifica un punto de indeterminación? En “Concreción y reconstrucción” —breve artículo de 1979—, Ingarden señala que un lugar de indeterminación aparece “cuando es imposible, sobre la base de los enunciados de la obra, decir si cierto objeto o situación objetiva posee cierto atributo” (37). En otra ocasión (Garayalde “Del texto al hipertexto”), propuse que esta imposibilidad puede darse por una falta de información al respecto (como el ejemplo de Ingarden sobre el color de ojos del cónsul Buddenbrook, en la novela de Thomas Mann), pero también por una sobredeterminación (como el color de ojos de Madame Bovary, a veces negros, a veces marrones, a veces azules, en la novela de Flaubert). En uno y otro caso, no se presentan problemas en identificar el punto de indeterminación —los problemas corresponderán en todo caso a si rellenarlos o no, y a cómo hacerlo—. Una investigación pre-estética, así, podría muy bien identificar en una lectura atenta no sólo tales puntos de indeterminación, sino incluso su grado de significatividad —aunque esta tarea resulta ya más polémica. Digamos que cuando se trata de cualidades de objetividades o sucesos enunciados, no se producen mayores problemas en la identificación de la indeterminación. Pero… ¿hasta dónde es posible seguir las indeterminaciones de un atributo? Hamlet tiene ojos y, por tanto, su color permanece indeterminado, pero también tuvo una infancia… ¿es legítimo considerarla, en toda la dimensión que abre, como un lugar de indeterminación? Y ¿qué ocurre con las objetividades o sucesos no enunciados pero ligados en algún aspecto a elementos objetivos de la obra? El problema se vuelve más arduo cuando consideramos la dimensión temporal de los eventos, pues en principio no sólo es posible encontrar lugares de indeterminación entre un hecho y otro, sino también de manera simultánea (lo que Genette llama paralipsis) o incluso de manera previa o posterior a la temporalidad del relato. El propio Ingarden abre la puerta a esta dificultad: “en tanto que lectores, no sólo no conocemos lo que sucedió en los lapsos de tiempo no representados, sino que los sucesos no están determinados en modo alguno. No son ni A ni no-A” (“Concreción” 37).

 Si es legítimo identificar en el color de ojos del cónsul de Buddenbrook un punto de indeterminación… ¿no es también legítimo identificar otro en los hechos que potencialmente pudieron haber ocurrido entre dos sucesos efectivamente enunciados y sobre los cuales el texto calla? ¿No podrían también encontrarse puntos de indeterminación en los hechos ocurridos antes del relato y sobre los que nada dice la obra, hechos que podrían resultar significativos para una concreción determinada?

 Se puede discutir sobre el valor de estos puntos de indeterminación, pero ontológicamente, así como es indiscutible que el color de ojos de Buddenbrook es un atributo ambiguo asentado en la base de un enunciado (esto es, que se trata de un ser humano que tiene ojos), también es indiscutible que la infancia de Hamlet es un atributo ambiguo asentado en la base de un enunciado (esto es, que Hamlet es un ser humano adulto y que, por lo tanto, tuvo una infancia que se presenta como indeterminada). El argumento puede parecer descabellado, porque podría objetarse que hay una impertinencia al referirnos a la infancia de Hamlet en una obra en la que, en principio, no hay ninguna referencia a ella, ni ninguna palabra u oración pareciera indicar su significatividad. Pero lo que me interesa destacar en este momento no es tanto el valor de un punto de indeterminación, sino su condición ontológica, que no puede ser limitada por el universo creado por el esqueleto de la obra —o bien, por ser precisamente un esqueleto, abre al universo ilimitado de las indeterminaciones. El punto de indeterminación, así, no resulta necesariamente localizable en la estructura esquemática de la obra, pues surge también como resultado de una operación de lectura. La concretización —y he aquí mi hipótesis fundamental, aquella sobre la cual asiento mi cuestionamiento a la limitación de la interpretación que Ingarden ve en el esqueleto de la obra— no sólo supone rellenar lugares de indeterminación; implica también crearlos.

 Entiendo que tal afirmación puede resultar ontológicamente problemática, porque no se trata, por su puesto, de una creación ex nihilo, en la medida en que toma como punto de referencia el texto (alguno de sus elementos). Con creación me refiero a la visibilización, por así decirlo, de un punto de indeterminación que, de otro modo, permanecería inadvertido. En otras palabras, crear consiste aquí en otorgar entidad significativa a una ambigüedad antes no existente. Si prefiero utilizar la palabra crear sobre la de encontrar es porque a mi modo de ver —en una posición que, con seguridad, Ingarden desaprobaría— los lugares de indeterminación son ilimitados. En este sentido, la variabilidad de las concretizaciones no se explica sólo por las decisiones que se toman en torno a los lugares de indeterminación que objetiva y limitadamente contiene la estructura de la obra (recluyendo el problema de los límites interpretativos al rellenado), sino también por las decisiones que se toman en torno a la existencia de ciertos lugares de indeterminación que aparecen como inesperados.

El ejemplo más notable que se me ocurre aquí —sobre el cual Pierre Bayard ha llamado la atención— es la lectura de Hamlet que realiza Ernest Jones en un breve y célebre estudio, donde llega a especular sobre la infancia del príncipe de Dinamarca como modo de explicar su errático comportamiento y establecer más densamente una interpretación psicoanalítica. Por supuesto, estamos aquí frente a un lugar de indeterminación que resulta paradigmático en la historia hermenéutica de la obra de Shakespeare: la conducta de Hamlet, y más precisamente su enigmática actitud para con Ofelia. Asumo que Ingarden no tendría problema en considerar que se trata de una ambigüedad no resuelta, que sólo mediante la concreción podemos disipar (en mayor o menor medida). En efecto, la historia de recepciones de Hamlet y la variabilidad de sus concretizaciones se produce fundamentalmente en torno a cómo se lee la conducta (y la psicología) del príncipe de Dinamarca. Pero la concretización puede ocurrir mediante la aparición de rellenado de lugares de indeterminación que no aparecían “objetivamente” en el esqueleto de la obra. Evidentemente, la misma noción de objetividad presenta aquí toda su dimensión problemática. Objetivamente, así como los ojos de Hamlet deben de tener un color, también durante su infancia debieron de ocurrir acciones que permanecen indeterminadas: es decir, que podrían haber o no ocurrido, que son A y no-A. Basta con que un lector se pregunte acerca de ello para que se abra un espacio vacío que pueda ser o no rellenado. Se podría objetar que para la obra (entendida objetivamente como una estructura ahuecada y multiestratificada) tal pregunta es irrelevante —como podría serlo la pregunta de por qué el narrador del Quijote parece no querer acordarse del preciso lugar de La Mancha— y que, por tanto, no se trata realmente de un lugar de indeterminación; pero esta objeción desplaza el problema ontológico a un problema axiológico perteneciente al campo estético de las concretizaciones. Desde el punto de vista de la naturaleza objetiva de un punto de indeterminación, no encuentro ninguna diferencia entre la ambigüedad suscitada por la falta de información acerca del color de ojos de Hamlet y la generada por la falta de información respecto a su infancia. Nada, por tanto, puede limitar en principio encontrar puntos de indeterminación cada vez que el lector sea capaz de preguntarse por el infinito campo de lo posible.

 No es extraño, por tanto, que a medida que avanza su laboriosa investigación, Ingarden acuda cada vez más al análisis de las concretizaciones para dirimir la espinosa cuestión de los límites de la interpretación. Pero no sólo porque la objetividad de la estructura esquemática de la obra es de difícil reconstrucción, sino también porque ni siquiera es claro que sea accesible sin mediaciones, es decir que la descripción que de ella se hace durante la investigación pre-estética no sea ya una concretización del investigador. ¿Cómo saber que la reconstrucción —que Ingarden termina por reconocer como una concretización— es fiel a la obra?

 

 

5. La concretización

 

A pesar de reconocer la relación mediata que el investigador tiene con la obra de arte, Ingarden insiste en colocar el estudio de la concretización del lado del abordaje pre-estético. Cedamos en este punto, y veamos en qué medida su propuesta nos lleva a la anhelada regulación de la interpretación.

 Ya vimos que limitar la identificación de lugares de indeterminación es imposible, porque son ilimitados. Por momentos, Ingarden parece reconocerlo, por eso acude a un recurso de carácter evaluativo: hay lugares de indeterminación importantes y significativos para la obra, y hay otros que no lo son y no deben ser considerados. Por supuesto, en el horizonte de Ingarden tal evaluación puede ser objetiva en la medida en que esté determinada por la estructura de la obra y no por la actividad de recepción. ¿Cómo evaluar objetivamente la significatividad de un lugar de indeterminación?

 

Hay lugares de indeterminación que no intervienen en la estructura de la obra de arte. El análisis de los significados de las frases y de los grupos conexos de frases debe llevarse a cabo de manera que nos capacite para detectar lo que ha quedado sin decir, o ha sido suprimido, y que, además, indica qué lugares de indeterminación son significativos en la estructura de la obra (Ingarden, “Concreción” 46).

  

Esta afirmación es del breve artículo de 1979. Sin embargo, algunos años antes, en La comprehensión, había reconocido, con mayor prudencia, que el análisis de las frases no es una vía del todo segura, pues sus unidades elementales, las palabras, no carecen de ambigüedad y, por tanto, no es claro que puedan ser un recurso objetivo para el análisis pre-estético[1]. En efecto, y pese a los esfuerzos de Ingarden, que llega a recurrir a una extraña carambola estadística, las unidades básicas de la oración se encuentran ya contaminadas por una polivalencia que dificulta toda detención del sentido. Basta evocar a Mijaíl Bajtín para recordar que la novela no contiene palabras fijadas por el diccionario, sino sometidas a la variación histórica de su evaluación social.

 ¿A partir de qué, entonces, evaluar objetivamente la “justicia” de una concretización respecto a la obra literaria? Y sobre todo, reconocida la variabilidad de concretizaciones que la propia obra permite, ¿cómo determinar el “límite de variabilidad”?

 Como si nada hubiera pasado, o más bien como si algo hubiese pasado, es decir, como si Ingarden hubiese sido capaz, luego de setecientas páginas entre un tomo y otro, de sortear los problemas que introduce la noción misma de puntos de indeterminación y la concepción de la experiencia estética como un acto de co-creación, encontramos en un momento muy avanzado de La comprehensión de la obra literaria una insistencia: “Es la estructura del texto de la obra en cuestión el que establece sus límites” (341). Pero como si todavía faltase explicar cómo esto es posible —y puesto que, en efecto, todavía falta explicarlo—, Ingarden saca nuevos argumentos y ensaya otras vías: “los espacios de indeterminación son en su mayoría determinados por ciertos sustantivos generales y frases nominales. Una vez que tomamos en consideración el contexto, la extensión de estas expresiones nominales determina los límites de variabilidad de las posibles complementaciones en cuestión” (342). Tras haber visto los problemas que tiene de por sí la ambigüedad de la palabra, Ingarden recurre a un viejo conocido... el contexto.

Mucha tinta deconstruccionista ha corrido ya como para detenernos demasiado en la fragilidad del contexto como límite interpretativo del texto; yo mismo me he dedicado a esta cuestión en otro ensayo (Garayalde “Del texto al contra-texto”). Creo que bastará, pues, restringirme a la pregunta que inquieta toda esperanza de resolver el asunto por este sendero. Si el contexto tiene la capacidad de limitar las concretizaciones posibles, ¿cuáles son los límites del contexto desde el cual se pretende trazar tal limitación? En el propio Ingarden, la respuesta no parece clara, manifestando ya las dificultades que tendría toda empresa de estabilizar un contexto objetivo. En principio, se diría que el contexto de un lugar de indeterminación es el esqueleto multiestratificado, principalmente el estrato semántico de las objetividades representadas, que vendría a determinar el margen de las concretizaciones “probables”:

 

La obra no nos provee las decisiones, pero sí nos ofrece sugerencias a fin de que podamos escoger las más “probables” y, por ende, las más deseables maneras de llenar los lugares de indeterminación, de entre las que son posibles. Presentamos algunos ejemplos comunes: si un cuento presenta un hombre muy viejo pero que no dice cuál es el color de su cabello, entonces, teóricamente, en la concretización se le puede dar el pelo de cualquier color; pero es altamente más probable que el color sea gris. Si, a pesar de su edad, tuviera pelo muy negro, esto sería un dato que vale la pena mencionar, algo importante acerca de un hombre que muestra muy poco su edad; como tal sería fijado por el texto (Ingarden, La comprehensión 454).

 

Me permito citar todo este fragmento porque me resulta asombroso. No quisiera ponerme cuantitativo, pero se habrá advertido que estamos llegando al final de La comprehensión —Ingarden viene rumiando el problema de la objetividad y de los límites de la interpretación hace ya casi ochocientas páginas, si incluimos La obra de arte literaria— y el argumento que emerge, tras querer establecer la base óntica que regularía las variaciones concretizables, es el de la probabilidad. Pero no sólo eso: con un movimiento sorpresivo, para Ingarden lo probable es lo deseable. Movimiento sorpresivo no sólo porque resulta discutible, sino porque además parece contradecir su propia posición. En efecto, poco más de trescientas páginas antes, en uno de los momentos más interesantes, me parece, de su propuesta estética, el teórico polaco valora positivamente la “frescura” de cierto “arte de lector” que “implica no solamente una sensibilidad para lo inusitado y para lo que es totalmente nuevo en lo que es extraordinario, sino también una presteza a hacerse independiente de los sistemas de valores previamente reconocidos por él” (La comprehensión 116).

 ¿Qué podría ser esta “frescura” sino un comportamiento que vaya a contrapelo de lo probable? Destaco un punto que exige una distinción: Ingarden habla aquí de la “frescura” del lector, no la del texto, que ciertamente también existe, pues también la obra literaria genera expectativas probables que pueden no ser satisfechas. En una sesuda investigación fenomenológica sobre el acto de leer, Wolfgang Iser reparó muy bien, siguiendo la senda de Ingarden y de Edmund Husserl, en la dialéctica entre la protención y la retención que se abre en cada instante de lectura, generando un proceso de confirmación o frustración de lo esperado. En este juego, la satisfacción constante de lo proyectado (es decir, la ocurrencia de lo que el lector estima como probable) conduce a una experiencia que poco tiene que ver con la conmoción estética que los formalistas exigían bajo el término de desautomatización. A la vez, en el extremo opuesto, la decepción incesante de las expectativas puede conducir al cansancio y al aburrimiento. En este sentido, el valor artístico de la obra literaria se juega, según Iser, en un justo equilibrio entre la confirmación y la decepción de las expectativas, lo que, para emplear el término de Ingarden, hablaría de la frescura de la obra de arte[2]. Pues bien, ¿en qué consistiría entonces la frescura del “arte de lector” sino en la trascendencia de lo probable? ¿Y qué es lo probable sino el encuentro con lo sabido, es decir el sistema de valores previamente reconocidos?

 Resulta por tanto curioso que Ingarden atribuya lo probable a lo deseable, y no puedo ver aquí sino la oscilación a menudo contradictoria que, tanto en La obra de arte literaria como en La comprehensión, presenta entre la apertura a la experiencia estética como co-creación y la necesidad de los límites interpretativos. Pero volvamos al problema del contexto, articulado como está a lo probable, pues la cuestión tiene todavía aristas más espinosas. ¿Cuál es el límite del contexto que determina lo probable? En el ejemplo de Ingarden, se trata de la estructura del texto. En otras palabras, lo dicho (que se trata de un hombre viejo) y lo no-dicho (el color de su pelo) en el texto funcionan como contexto del lugar de indeterminación (lo probable es entonces que su pelo sea gris). Pero otras veces el contexto se extiende a costumbres sociales que exceden al propio texto. Así, evocando una novela de Thomas Mann en la que no se enuncia explícitamente la muerte de un personaje (la esposa de Herr Klöterjahn), Ingarden llega incluso a decir que se trata de un no-dicho no ambiguo (es decir, ni siquiera un punto de indeterminación), porque además de la información que el propio texto da sobre la fatal enfermedad del personaje (el texto como contexto), se nos advierte que la habitación de la finada mantuvo la ventana con las cortinas cerradas, signo inequívoco, al parecer, de su fallecimiento, “siempre y cuando uno esté consciente de la costumbre de cerrar las cortinas del cuarto en el que una persona ha muerto” (La comprehensión, 291). Se requiere aquí, por tanto, apelar a un contexto mayor, el de la cultura y las costumbres presumidas de la historia. ¿Pero no está sujeto este contexto también a interpretación?

 En un divertido relato, la antropóloga Laura Bohannan nos cuenta que, durante un trabajo de campo que llevó a cabo en la comunidad de los Tiv, en África Occidental, un buen día decidió leer a varios integrantes de la comunidad la tragedia de Hamlet. Para su asombro, sus oyentes rechazaban de plano que la aparición del difunto rey de Dinamarca sea un fantasma, pues en la cultura de los Tiv no existe la creencia de que un muerto pueda volver, razón por la cual entendían que se trataba de un “signo” enviado por un brujo. La interpretación puede parecer disparatada, y posiblemente Ingarden la rechazaría por no ajustarse al contexto del occidente europeo en el que se escribió la obra, ¿pero qué opinaría de la lectura que, recientemente, llevó a cabo Pierre Bayard, al negar igualmente el carácter fantasmagórico del rey Hamlet para explicarlo como una alucinación del delirio psicótico de su hijo? ¿No resulta más “probable”, incluso, que se trate de una alucinación antes que de un verdadero fantasma?

 El problema de lo probable es que depende de una decisión acerca del contexto que es, a su vez, resultado de una decisión acerca de su determinación —de la misma manera que el texto—, pues también el contexto se ve afectado por el carácter de lo ilimitado; no sólo porque resulta discutible qué incluiremos en él (¿la época de producción?, ¿la historia?, ¿la vida del autor?, ¿otros textos del autor?, ¿la obra del autor?, ¿las obras de sus precursores?, ¿lo no-dicho?, ¿el contexto inmediato de cada frase?), sino también los puntos de indeterminación que el contexto como tal contiene. Pues incluso en el caso de objetividades reales, el pasado permanece como un esquema indeterminado.  

Ocurre sencillamente que, como no deja de reconocerlo Ingarden, no es seguro que podamos contar con un acceso objetivo a la base óntica de la obra de arte ni a una definición determinada de su contexto. A tal punto es así que Ingarden sugiere en cierto momento que quizás el único modo de verificar la fidelidad de una reconstrucción respecto a la obra sea la de comparar entre sí diversas reconstrucciones, trabajando en conjunto mediante una suerte de “conversación” (La comprehensión 403). Yendo de la ontología a la epistemología, Ingarden aparece de pronto como un pragmático. ¿Podríamos especular, entonces, que será la concretización más armónica, más orgánica, aquella que sirva como punto de referencia para inferir la cercanía con la obra de arte? Tal pareciera ser, por ejemplo, un criterio válido para Eco, que asume que la mejor interpretación será aquella que logre explicar la mayor cantidad de elementos de la obra. Sin embargo, no parece ser el caso para el propio Ingarden, pues una obra de arte podría estar caracterizada por la “desunión”, de modo que “la preservación de la unidad de la obra no determina, de por sí, si la concretización estará ‘más cerca’ que otra que no manifieste esta unidad” (La comprehensión 452). Condenados a la mediación de la lectura, Ingarden se obstina en seguir aferrado al horizonte de la estructura óntica de la obra de arte, y resulta admirable que, hacia el final de su esforzado intento, no quiera resignarse. Tanto más en cuanto llega a señalar, en un raro episodio deconstruccionista, que una misma obra de arte puede producir dos concretizaciones contradictorias entre sí e igualmente legítimas.

 ¿Por qué esa obstinación? ¿Por qué ese afán de encontrar un fundamento óntico que regule la interpretación, al punto incluso de preferir la fidelidad por sobre la ganancia estética? Se me ocurre que se trata de un anhelo heredado de su maestro Husserl. Así como este último se propuso hacer de la fenomenología una ciencia de la esencia de la consciencia, alejado de todo psicologismo, también Ingarden procuró constituir una estética como una ciencia de la esencia de la obra de arte, que conjurara no sólo los embates de los empirismos, sino también los del escepticismo: “Orgullosos de una exagerada responsabilidad de nuestros conocimientos —acusaba—, frecuentemente quedamos atrapados en un escepticismo improductivo” (La comprehensión 424). Curiosa conclusión para alguien que tenía al alcance de la mano la infatigable escritura de los impresionistas, como Anatole France, que supieron coquetear con el solipsismo. E incluso más, ¿no terminó por atraparnos en un conservadurismo improductivo el mismo hecho de querer encontrar la base óntica que limita las derivas de la interpretación?

 

 

6. La interpretación de los límites

 

¿Podemos leer el Quijote como un policial, tal como sugería Borges? En un mismo sentido, ¿es legítimo y valioso leer Hamlet o Edipo Rey como relatos policiales?

En 2021, recuperando una severa contradicción en la tragedia de Sófocles a propósito del número de personas que atacaron a Layo (un único testigo afirma que eran “tres o cuatro”, por lo que no podría haber sido Edipo), Pierre Bayard dedicó un ensayo a partir de este punto de indeterminación con el objetivo de dilucidar qué ocurrió en aquel célebre cruce de caminos, encontrando otra interpretación posible. Algo semejante había hecho casi dos décadas atrás, esta vez en torno a Hamlet, para advertir ciertas ambigüedades que ponían en jaque toda interpretación que vea en Claudio un asesino. ¿Preferiría Eco hacerse un cigarrillo de marihuana con estas obras antes que leerlas como una novela policial? ¿Pensaría Ingarden que el rellenado de lugares de indeterminación como el número de atacantes de Layo (cuatro o uno) no es valioso y atenta contra la estructura objetiva de la obra?

Es interesante que Bayard, quizás como una precaución, diga que sus críticas policiales terminan por ser ellas mismas una novela policial, entramando comentario y literatura, y desarrollando una zona discursiva que podría entenderse como crítica ficcional. Aunque más que una precaución, se diría que se trata de una provocación irónica que procura denunciar la ilusión de una ciencia objetiva enmarcada en la cultura hermenéutica del comentario. Es decir, la ilusión de una naturaleza objetiva de los textos que limitaría sus usos posibles (y deseables).

Pero el hecho de que no haya una naturaleza objetiva de los textos y de que el esquema de la obra se encuentre subvertido por su misma estructura (por la ambigüedad de las palabras, por los lugares de indeterminación, por la indeterminación objetiva del contexto, por la tensión entre lo figurado y lo literal, etc.), no significa que nos abandonemos a un relativismo anárquico. Me atrevería a decir que los peligros vienen incluso del otro lado, como parece sugerirlo, con su lucidez habitual, Juan Ritvo:

 

Entonces, ¿cualquiera puede decir cualquier cosa? No, no puede. Éste es exactamente el mismo problema que se plantea la Epistemología. Si uno elimina los criterios de verdad, entonces alguien dice “pero es un escándalo, cualquiera puede sostener la teoría científica que quiera, pueden pulular”. Yo siempre he respondido que ojalá pululen, porque yo jamás he visto que pululen. […] De hecho, la famosa anarquía de la interpretación sólo existe en un sitio imaginario. Jamás la hubo. A lo sumo sobre cada punto controvertido hay dos o tres lecturas diferentes, nada más. […] Siempre existe la posibilidad de argumentar, pero esa argumentación existe, y sólo puede desarrollarse si previamente hacemos una demolición de lo que puede llamarse el espíritu hermenéutico. […] El escándalo de la lectura revela el reverso de la operación hermenéutica. Revela que he entendido cosas que no sé. Que estoy, como lector, dividido por ese saber que me implica y que no hago más que interrogar, hacia atrás, qué es lo entendido (Ritvo, 31).

 

El tono enojoso de Ritvo se parece mucho al que Stanley Fish empleaba en un célebre ensayo para calmar al espantado conservadurismo anglosajón ante la emergencia de la reader-response criticism: no teman, decía, nadie puede decir cualquier cosa, nadie puede ser un relativista, porque toda interpretación se hace desde un lugar determinado, una comunidad interpretativa que regula lo legible, lo visible y lo enunciable. El problema no es, por tanto, cómo encontrar límites a la interpretación —para evitar un supuesto anarquismo— sino más bien, al contrario, cómo evitar el chaleco de fuerza hermenéutico de los valores y presuposiciones que regulan nuestra forma de leer y nos condenan al hallazgo de lo probable.

En el horizonte de lo deseable, entonces, debería encontrarse la lectura fresca de Ingarden, posibilitada por los mismos puntos de indeterminación que provocan toda imposibilidad de determinar objetivamente una entidad fijada de manera ontológica. El ser del texto, a través de sus puntos de indeterminación, no es otra cosa que la deriva de su autodiferencia. Sin referente objetivo, pues, sin patrón natural, ¿cómo evaluar la frescura de una concretización?

El propio Ingarden da una sugerencia que me resulta inapelable, y que avanza en el sentido de la protesta de Ritvo: el horizonte debería ser la independencia de los valores presupuestos, la emergencia de lo extraño, la desautomatización. En otras palabras, el ocurrir de lo improbable.

Cuando Eco prefiere armarse un cigarro de marihuana con El proceso de Kafka antes que leerlo como un policial, sucumbe ante la necedad estereotipada de la reproducción de lo mismo —la del lector modelo— basándose en un fundamento inexistente: el de una base óntica que regularía los límites de lo legible. Como creo que lo demuestra, a pesar de sí mismo, el denodado esfuerzo de Ingarden a propósito de los puntos de indeterminación, la obra de arte no puede limitar, por estructura, las modalidades de lo concretizable, y el valor de cada interpretación depende más de su cualidad estética que de una pretendida naturaleza artística del objeto.

Ceder ante la creencia de que una naturaleza objetiva de la obra determinaría la legitimidad de lo legible, impregnada aún de aquel viejo anhelo de una ciencia objetiva de la literatura, no sólo parece mostrarse como una resistencia ingenua a la inevitable situación epistemológica en la que nos encontramos frente al texto; nos limita a su vez la posibilidad de experimentar lo que la literatura puede ofrecer en cuanto alojamiento de lo extraño, en tanto trabajo de desautomatización. En otras palabras, nos priva de aquellas lecturas que, no sin cierta dosis de paranoia, nos sumergen en el campo de lo improbable y nos hacen vislumbrar lo que puede ocurrir cuando alguien como Pierre Bayard, en Œdipe n’est pas coupable, ve en la contradicción en el número de ladrones que mataron a Layo un punto de indeterminación que obliga a leer en la tragedia de Sófocles otra historia policial, la que deja inocente al mismísimo Edipo.

 

 

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[1] Véase páginas 304 y ss.

[2] No me detengo aquí, pues implicaría otra investigación, en las diferencias entre las estéticas de Iser e Ingarden, sobre todo respecto a los puntos de indeterminación. En todo caso, me remito a sugerir la lectura de los artículos de Menachem Brinker y de Sazan Kryeziu sobre la cuestión.