procesos de enfermedad, aumenta la
motivación, potencian la confianza y la
energía que se crea en el sistema
cognitivo emocional, y aumentan las
capacidades para una mejor y más
rápida adaptación.
Son muchas las emociones que
experimentan los seres humanos.
Algunas han sido llamadas emociones
‘primarias’, como son el miedo, la ira,
la alegría, la tristeza, el disgusto y la
sorpresa. Emociones que van
acompañadas de patrones de
conducta tales como respuestas
faciales, motoras, vocales, endocrinas
y autonómicas, hasta cierto punto
estereotipadas y reconocibles por
encima de diferencias culturales y
raciales en los seres humanos
(Belmonte, 2007).
Se distinguen, también, otras
muchas emociones, como la envidia,
la vergüenza, la culpa, la calma, la
depresión y otras más, que se
denominan ‘emociones secundarias’,
con un componente cognitivo más alto
y que van, además, asociadas a las
relaciones interpersonales.
Unas y otras constituyen, sin
duda, parte esencial de la vida, a la
que confieren color y carácter. Más
aún, la alteración de los sistemas
neurales de los que dependen las
expresiones emocionales, provoca
grandes trastornos de conducta.
La educación inclusiva es, sin
duda, uno de los temas estrellas que
ocupa las agendas de la política
educativa. Temas como la atención a
la diversidad y la intervención social,
conllevan a que el sistema educativo
defina las estrategias para el
desarrollo integral de la persona,
desde la concepción de la integración
que implique la intervención
fundamental de la familia, la escuela,
la comunidad y las instituciones en
general.
En este contexto educativo,
adquiere una especial significación la
educación emocional que enriquece
las capacidades adaptativas, el
desarrollo sano de los niños y reduce
la violencia. Por lo que el objetivo de
este trabajo es: determinar la relación
que existe entre la genética, la
neurociencia y las emociones y su
importancia en la atención educativa a
la diversidad.